Juan Carlos Serrano


                                                                              Juan Carlos Serrano


Alguna vez Cervantes, refiriéndose a si mismo dijo: Éste que veis aquí…de cabello castaño, de alegres ojos…boca pequeña y dientes ni menudos ni crecidos. Y me dije, lo mismo podría haber escrito yo, de mí. Así soy yo. Alegre coincidencia. Fui soldado como él, pero no por convicción, sino más bien por obligación. Cumplí con mi servicio militar en el ejército, durante un año interminable y, en un lugar interminable: la Patagónia. La excepción, claro está, es que conservo aún mi brazo izquierdo. El cual, dicho sea de paso, no me ha servido para otra cosa en mi vida, mas que para equilibrarme,  y no en el sentido más profundo.  
             
Recuerdo que Serrat cantaba de Machado: Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla. Yo también tuve infancia, alegre coincidencia, pero esta transcurrió en un patio de Buenos Aires. Lugar en el que finalmente aprendí a llorar. A los veinte años él (Machado), andaba por Castilla. Mis abuelos también. Hasta que un día, unos miles
de López y, unos menos Serrano, decidieron emigrar para que yo tuviera un apellido.
Lo cierto es que a los veinte yo estaba en Buenos Aires, esquivando las flechas que me asignó Cupido. No era tiempo y hasta los sueños tienen prioridades. Primero fue acudir a la cita con la utopía revolucionaria. Después registrar la ilusión en el teatro. Una década mas tarde, algunas de ellas (las flechas), se clavaron tan hondo, que conservo sin querer sus sinsabores. Igual que él (Machado), me he tenido que pagar toda la vida: mi traje, el pan y el lecho. Hecho este, frecuente en nuestros días. En mi caso fue el resultado de heredar amigablemente, solo un clavo oxidado y curvo.
Como Rosario Castellanos, soy más o menos feo. Y eso dependerá de los colores, que para eso se han hecho. Mi abuela, una mujer sabia había dicho: siempre a de haber un roto para un descosido. En mi errante alma descosida, hubo algunas rotas que con aguja en mano, me zurcieron las penas con tanta maestría, que lograron convencerme que el amor no es para cualquiera.

Como ella (Rosario), tengo hijos, que no un día sino hoy, ya se erigen como jueces inapelables y alguno ya aprendió el oficio de verdugo. También sería feliz, pero este mundo no ha sido diseñado para ello. Alegre coincidencia.
Soy melancólico, nostálgico también, pero no en las cordilleras como Neruda, en cualquier parte. Y como él (Neruda), escaso de pelos en la cabeza. Valiente cuando es necesario y cobarde casi siempre. Vulgar hasta la medula y tan lento en las contestaciones, que más de uno debe estar esperando todavía una respuesta. Y si algún día a los tontos los premiaran con un monumento, a mi busto lo colocarían en lugar del ángel de la independencia en la ciudad de México.
Maravillosas coincidencias, estoy abrumado, extasiado, al notar en cuanto nos   parecemos los unos a los otros. De saber que es posible coincidir con los Grandes.
Salvando las distancias, claro esta. Alegremente.       



TERTULIA                                                                                   


IDENTIDAD: …conjunto de circunstancias, que distingue a una persona de las demás,
dice el diccionario.



EN LA PROVINCIA

Oaxaca es una ciudad pequeña. Quedan pocos lugares donde esconder secretos y hasta los chismes aburren por repetidos.
Cuando salió del Registro Civil, camino por la sombra, estaba satisfecho.
Había cumplido con un deseo de su madre, que le había pedido, le había suplicado que se cambiase el nombre. Ya no sería Cuauthemoc, como se llamó su padre y también su abuelo. Caminaba por la ciudad estrenando un Diego, que le resultaba tan castizo como ajeno.
Su madre lo recibió con lágrimas, como si se tratara de un hijo que vuelve de una guerra.
Recordaba todavía sus palabras
-Para dejar de ser un indio, hay que borrar hasta el más mínimo detalle-
Ella, había dejado de afeitarse las piernas, porque los únicos lampiños son los indios.
Jamás olvidaba el paraguas al salir a las calles en verano
-Es necesario evitar el sol…-le había dicho tantas veces
- El sol nos oscurece, no solo no debemos ser, tampoco hay que parecer-
A pesar de tener un nombre nuevo y, de caminar por la sombra para evitar el sol, los vecinos a su paso le seguían llamando Cuauthemoc.
El nuevo Diego supo: que media hora en el Registro Civil, no habían sido suficientes para cambiar miles de horas de historia.





EN EL CENTRO

José Antonio Morales, vivió toda su vida en la Ciudad de México.
A su padre le decían Arquitecto, porque un día decidió construir su casa y le quedo tan bien, que algunos vecinos le pidieron ayuda.
A su hermano mayor le decían Licenciado. Como a muchos otros que trabajaban con él en una oficina del Gobierno. Y a nadie le importaba que no hubiesen terminado los estudios secundarios.
Su hermana Matilde, que hacía la limpieza en la escuela de sus hijos, la gente la llamaba: la Maestra Matilde.
Y había muchos más. Ramón el zapatero y Cesar el albañil, también eran Maestros.
Salgado que un día abrió en el mercado un local de plomería, le decían Ingeniero.
Francisco Aguirre que ayudaba a administrar una Escuela de enseñanza superior, los alumnos y los padres de los alumnos, se dirigían a él como el Profesor Aguirre.
José Antonio se puso serio. Se dio cuenta que algo estaba mal, que algo le faltaba.
A él, cuando entraba a cualquier parte, la gente le decía simplemente: señor.





DEVALUACION

                                                                                   
En el sur de América hay dos ríos, que le copiaron el color al puma americano. Y como él se deslizan: sigilosos y alertas. El pez Dorado aprendió a brincarles en el lomo, a lo lejos su reflejo nos hace acordar a los cometas. El bagre nunca se animó, por eso casi siempre esta en el fondo. El caimán y la nutria se dedicaron a contarlos, pero un día perdieron la cuenta. Cuando el hombre llegó, ellos ya estaban ahí desde hacía mucho tiempo. El sauce los recibió con una reverencia y, cuando sus ramas tocaron el agua, fue tan fresco el encuentro, que decidió que así se iba a quedar. Había árboles con olor a canela, la tierra les pareció mejor que en otros lados y la comida era abundante.
Por eso se quedaron. Los Tobas se instalaron en el norte, los Chanaes y Charrúas más al sur. Algunos dicen que fueron buenos alfareros, porque tenían los ojos grandes, y la piel y las manos las lavaban con barro. Eran politeístas. En las épocas de sequía, el más socorrido era el Dios de la lluvia. A él le rezaban, le suplicaban que les mandara el agua, porque sin sus cultivos no podían alimentar a sus mujeres y a sus hijos. Cuando por fin el Dios los escuchaba, ellos agradecidos, bailaban y cantaban durante varios días y varias noches.
Mucho después llegó el hombre blanco. Contando historias de otro mundo. Llegaron atravesando el Gran río salado. Trajeron armas y herramientas nunca vistas. Con unas los sojuzgaron, con las otras: voltearon los árboles. El sauce lloró y, los peces temerosos, se alejaron a vivir al medio del río. Los nativos siguieron allí, quizá por la costumbre, quizá porque la tierra de sus ancestros no debe abandonarse. Sin permiso rebautizaron sus ríos: Uruguay al de acá, Paraná al de mas allá, y allá donde se juntan será el río de la plata, porque según se mire, hay días que ese color tiene.
Fue entonces que los Dioses se enojaron en serio, y en lugar de sequías les mando tanta agua, que aquellos ríos antiguos pero de nombre nuevo, disciplinados, se desbordaron inundándolo todo. Y así ha continuado año tras año.
En nuestros días, cuando esto sucede, los descendientes de aquellos nativos, le rezan,
le suplican pero al Dios del Estado, para que envíe carpas y víveres, porque sin sus cultivos, no pueden alimentar a sus mujeres y a sus hijos.
Si los camiones del gobierno llegan, ellos agradecidos, volverán a cantar y a bailar durante varios días y varias noches.




RESISTENCIA

                                                                                                
Amalia había nacido en Resistencia. Y todos sus hijos también. El nombre de su ciudad natal, resulto casualmente, una alegoría de su propia vida.
Un día sucedió. Amalia había temido este momento: el menor de sus hijos dejo de hablar, no podía levantarse.
El padre, como todos los años en esta época, no estaba en casa. Estaba en la pizca del algodón. Tardaría todavía quince días en regresar. Ella estaba acostumbrada a arreglárselas sola. Pero esta ves daba miedo, no era igual. Poco quedaba para aguantar, papas y algunas legumbres. Pensar en medicinas era absurdo. El recuento no era sencillo: seis por uno. Y una madre no admite diferencias.
El médico era un buen tipo, y era amigo además. Pero su pronóstico fue contundente. Después de revisar al niño, de ver su rostro pálido y grisáceo, de observar aquellos ojos negros hundidos en el fondo de un abismo, de ver como la piel reseca parecía pedir explicaciones, le dijo a Amalia:
-Desnutrición… aquí mujer hace falta leche-
Lo único que Amalia entendió, fue esto último. No acostumbraba a quejarse, le dio las gracias, otra cosa no tenía, y se quedó pensando.
Era una época en que el sodero, dejaba los sifones del agua en la puerta de las casas. La gente dejaba los envases vacíos la noche anterior y, el dinero doblado debajo del cajón. El lechero hacía lo mismo con las botellas verdes de la leche. Y el panadero acostumbraba a fiar. Cuando los confiados proveedores avisaban su llegada, cada cual a su modo, Amalia y sus hijos guardaban silencio, porque era una vergüenza estar y no comprar.
Tres minutos después exactamente, Amalia se ponía de pie, se alisaba el vestido, tomaba el bolso con que iba al mercado y salía diciendo
-Enseguida regreso, no me tardo, pórtense bien-
Regresaba enseguida, como había dicho, traía pan y leche. El menor de los hermanos se fue recuperando. Los demás no preguntaban como, porque también hubiese sido una vergüenza preguntar.
A los quince días llego el padre y, encontró todo en orden. Amalia se había pintado y  arreglado para recibir al hombre. No dijo nada de aquella enfermedad, porque no era cuestión de preocuparlo.
El vecino, al que le falto diariamente, durante quince días, una botella de leche de la puerta de su casa, tampoco dijo nada. 

Juan Carlos Serrano